25 de abril de 2017

La belleza de una sucesión matemática (i)

Hay un hecho al que dudo que me acostumbre alguna vez. No tanto porque se dé pocas veces o casi nunca (ya que precisamente ocurre todo lo contrario) sino por lo deslumbrante y llamativo que es. ¿A qué me refiero? Pues al modo en que se puede establecer una analogía entre las realidades matemáticas y las realidades del mundo material y físico, tanto inanimado como biológico. Me parece sencillamente fascinante que se puedan establecer dichas analogías, y el hecho de que se den, sencillamente porque la realidad es así. Esto es lo que me ha ocurrido al comenzar a conocer si quiera un poco la famosa sucesión de Fibonacci. Y bueno, lo que voy a tratar de explicar en un par de posts es cómo se articula dicha relación, qué tiene que ver esta famosa y sencilla sucesión con la realidad física de las cosas y de los seres; y lo que es más importante (por lo menos para un servidor): cómo todo esto enlaza con lo que es la aprehensión estética de la belleza.

Tenía en mente aprender algo sobre la sucesión de Fibonacci hace ya más de un año, cuando escribí este post dedicado el número áureo. En él ya se vio su importancia en el ámbito del arte. La verdad es que todo lo que se oculta detrás suyo es fascinante. Lo interesante de este número ―o de la proporción definida por él― es que no sólo tiene que ver con los objetos artísticos tal y como vimos allí, sino que dicha proporción se mantiene de modo similar en ámbitos de la realidad tan distintos como pueden ser las matemáticas o las formas orgánicas de la naturaleza, un sencillo caracol o una galaxia interestelar, todo ello articulado como digo alrededor de la sucesión de Fibonacci.

Desde siempre ha sido atractivo para el artista el ejemplo de las formas naturales. En ellas, aquello que existe, en su orden y armonía, alcanza una belleza apreciada desde antiguo. Uno de los hechos más sorprendentes, sobre todo en el ámbito de lo orgánico, es comprobar que estas construcciones bellas para nada se oponen a la vida, todo lo contrario. Es sorprendente cómo los cuerpos orgánicos despliegan esa fuerza vital interna de modo que manifiestan a su vez la belleza, combinando sus escasos recursos disponibles del modo más óptimo para su supervivencia y a la vez bellamente. Quizá la belleza de la naturaleza no estribe tanto en las figuras que podamos aprehender ―que también― como en el hecho de que en ellas se manifieste genéticamente esa fuerza vital interna que las produce y las configura en orden a su subsistencia. Pues bien, lo curioso de todo esto es que la proporción áurea aparece también en la naturaleza, sobre todo en formas espirales. Este paso de la proporción áurea a las espirales áureas se comprende muy bien gracias a la sucesión de Fibonacci.

A lo visto, Fibonacci (un mote que etimológicamente significa el ‘hijo del buen hombre’ o algo así) era el apodo de Leonardo Bigollo, matemático italiano nacido en Pisa y que tuvo una gran relevancia en la introducción de la numeración arábiga en Europa, cuando allá por el siglo XII todavía se utilizaba generalizadamente la numeración romana. Fue gracias a la actividad comercial de su familia que conoció de primera mano el modo de numeración arábigo, y tuvo la suficiente perspicacia como para atisbar las grandes posibilidades que albergaba. Empresa harto complicada ya que en aquella época el Islam era una seria amenaza para Europa, y todo lo que tuviera que ver con lo allende el Mediterráneo no era muy bien recibido. Por una de esas rarezas de la historia, Fibonacci no es conocido tanto por este hecho tan importante como por la sucesión que lleva su nombre. Según se cuenta, la sucesión de Fibonacci tiene su origen en la resolución de un conocido problema: ‘el problema de los conejos’. Dice así: si metemos en un corral un par de conejos, de modo que cada mes engendra un nuevo par reproductor de conejos que es fértil a partir del segundo mes, ¿cuántos conejos habrá en total en un año? Lo que hizo Fibonacci fue ir poniendo las parejas de conejos que mes a mes iban apareciendo en el corral, lo que dio lugar a la famosa serie (hecho en el que no me voy a detener, y cuyo desarrollo se puede encontrar en infinidad de webs en internet), que queda tal como sigue:

0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144, 233, 377, 610…

En esta sucesión, cada término es el resultado de sumar los dos anteriores; y de hecho así es como se define: fn = fn-1 + fn-2. ¿Y qué tiene de particular esta serie? Pues la verdad es que es muy curiosa. Todo un mundo. Una primera y sorprendente característica es el hecho de que la relación entre cada término y el anterior tiende a φ conforme avanzamos en la serie, es decir, que:


O sea, que si vamos dividiendo 1 entre 1, 2 entre 1, 3 entre 2, 5 entre 3, 8 entre 5, etc., nos vamos acercando cada vez más a 1’618, o sea, a φ. Como suele ocurrir, no es hasta mucho después del momento de su hallazgo que un gran invento o un gran descubrimiento se consolida. Esta consolidación en el ámbito científico vino de la mano de Kepler (en el siglo XVI), quien fue el que reveló la importancia de esta serie y su semejanza con la ‘divina proporción’ (como también es conocida la proporción áurea).

Kepler tuvo algunas ocurrencias. Una, más anecdótica, pero muy curiosa, es de índole geométrica. La segunda, la que más me interesa a mí, de índole estética. La primera tiene que ver con los denominados triángulos de Kepler, que descubrí gracias a este post del blog ‘Chapuzas matemáticas’. Los triángulos de Kepler se definen como aquellos triángulos rectángulos cuyos lados miden según una progresión geométrica; es decir: si la razón geométrica es R y un cateto mide c, el otro mide c·R y la hipotenusa c·R2. La pregunta es: ¿qué tiene que ver esto con φ? Pues si averiguamos cuál es esa razón geométrica R lo sabremos, y es algo sencillo de hacer.

Como estamos en un triángulo rectángulo, por el teorema de Pitágoras sabemos que:


Sustituyendo los valores en función de la razón tenemos:


Que si resolvemos se obtiene que:


O sea, φ, la proporción áurea. En conclusión: en un triángulo rectángulo cuyos lados estén en proporción geométrica, dicha proporción es inevitablemente el número áureo.

Pero a lo que iba: una intuición genial de Kepler fue que de alguna manera el modo en que la vida orgánica se reproducía y se desplegaba tenía que ver con el modo en que la sucesión de Fibonacci se iba generando. Es decir, según él, la sucesión de Fibonacci respondía a un proceso de auto-replicación análogo al que se da en la naturaleza en los procesos biológicos (e incluso también en algunos procesos inanimados), algo que se confirmó siglos después cuando los estudios biológicos y botánicos lo permitieron. Esto es algo verdaderamente revelador, pues pone de manifiesto cómo hay una analogía entre la génesis de los cueros orgánicos y la génesis de esta sucesión matemática, analogía que evidentemente no hay que buscarla tanto en su contenido material sino en su contenido formal. Quizá sea por ahí por donde hay que buscar la belleza, por lo formal más que por lo material.

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