22 de marzo de 2016

La conciencia estética

Acabábamos el anterior post preguntándonos por la posibilidad de si la obra artística aporta algún tipo de verdad o no. Para encarar la cuestión, Gadamer comienza recordándonos la evolución que ha sufrido el concepto de ‘estético’ y que se plasma en el pensamiento de Kant, en el que se pasa de un sentido de percepción sensible, de aísthesis, a un sentido de sentimiento estético (más allá de lo meramente artístico). La lectura que hace Gadamer de Kant apunta hacia una subjetivización estética, enfoque que no nos parece demasiado justa. Sí que es cierto que desde Kant se puede ir a una postura subjetivista, que es a la que según Gadamer llega Schiller; es cierto que hay esa posible lectura de la estética kantiana, pero para llegar a donde quiere llegar Gadamer (y que ahora veremos) no era necesaria; antes bien, ambas posturas (Kant y Gadamer) se pueden situar en línea de continuidad (a nuestro modo de ver).

El problema de la verdad del arte gira en torno a otro problema: si el arte es un fin en sí mismo o no. A juicio de Gadamer, algo así ocurre en Schiller, quien tendería hacia una subjetivización de la estética materializando la teoría formal kantiana, dotándole de contenido; en consecuencia, la referencia a la naturaleza o a la realidad se ve difuminada para dar más peso a la acción del artista, del genio,… a la obra de arte. El arte como modo de plasmar la naturaleza es sustituido por un punto de vista propio, autónomo, dominador. De este modo, los límites de lo que hasta ese momento era considerado bello aparecen transgredidos, pues la única limitación es la impuesta por el artista. Como dice Gadamer, «de la idea primera de una educación a través del arte se acaba pasando a una educación para el arte». Lo estético ya no es un medio sino un fin, un fin al que se ha de llegar desde lo social y lo cultural, y no desde lo que la propia obra de arte pueda ofrecer: hay como una ruptura entre la obra de arte respecto de su mundo. Unión que ya no es necesaria porque quien dictamina si algo es estético o no, no es tanto el propio objeto artístico sino la conciencia estética, el espectador. Una conciencia estética que no está sometida a nada, que posee «un grado cero de determinación», y desde la cual se valora todo lo que puede ser considerado como arte.

Este proceso de depuración o de ruptura con su mundo no es del todo negativo, ya que abstrayendo todo lo que ‘encadena’ a su mundo a la obra de arte nos permite quedarnos con lo que sería la obra de arte ‘pura’: es lo que Gadamer denomina distinción estética, la cual tiene lugar en la vivencia estética. La vivencia estética puede abstraer del objeto artístico todo aquello que le es inherente (referente a su mundo, a su contexto,… y que le dota de significado) pero que no es estrictamente estético. Pero por el mismo motivo, nos permite también considerar todo eso otro que no por no ser estético deja de pertenecer a la obra de arte; no sólo hay en ella un momento puramente estético, sino también e ineludiblemente un momento 'impuro', contextual,… que influye también en el espectador. Esto se ve claro en las obras antiguas, en las que se mantienen elementos del pasado, de épocas anteriores: hay algo antiguo que se actualiza en el presente, hay una dimensión histórica pero que no es valiosa en esa conciencia estética subjetivizante que hemos comentado, pues ella está por encima de estas cosas.

El modo subjetivizante provoca que el arte y el artista sean considerados como un fin en sí mismos. No es extraña en este sentido la consideración del arte como una especie de pseudo-religión de ciertas sociedades románticas, que otorgan al artista poderes cuasi-sacerdotales, como nuevos ‘redentores mundanos’. Nunca en otra época fue tan fácil ser artista, aunque no hay que dejarse engañar: «se había vuelto fácil hacer buena poesía, y por eso era tanto más difícil convertirse en buen poeta». También es cierto que con frecuencia los propios artistas eran más prudentes y sobrios que lo que a los propios observadores les hubiera gustado; si estos no dudaban en endiosarles, aquellos tenían una auténtica tarea consigo mismos para no caer en esos auto-endiosamientos.

Qué duda cabe de que es interesante abstraer del objeto artístico todo aquello que no es eminentemente estético para su valoración estética; pero mal llevado puede desembocar hacia una especie de virtuosismo que raya fácilmente en la afectación. Si queremos prescindir de todo lo extra-estético, hay que prescindir a su vez de todo significado, de toda conceptuación, para dotar a la obra de arte de ‘plena’ significatividad estética. Pero esta significatividad, este carácter de poseer un significado que todavía está por decir, ¿puede reposar en la obra de arte por sí misma, sin estarle dada una referencialidad externa?, ¿puede ser éste un apoyo sólido para la estética? «¿No hay que conceder también al concepto de la ‘vivencia’ estética lo que conviene igualmente a la percepción: que percibe lo verdadero y se refiere así al conocimiento?».

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