24 de febrero de 2016

De lo estético a lo vital, o lo simbólico de la obra de arte

Hay un paso especialmente significativo en el que se manifiesta esta nueva consideración de la estética, como es el concepto de vivencia acuñado por los primeros hermeneutas (Dilthey). Hay una diferencia clara entre saber una cosa, y haberla vivido; la vivencia tiene unas connotaciones particulares que nos permiten constatar que se ha comprendido algo realmente, independientemente de que nos la hayan explicado de muchas maneras. Y este contenido que hemos vivenciado no se olvida sino que permanece en nosotros precisamente por la significatividad que nos ha supuesto. Este concepto cobra su sentido más pleno en el marco de otro concepto más amplio pero no menos importante, y que de alguna manera se encontraba implícito en aquellos autores que intentaban superar la mente racionalista moderna (Schleiermaier —Dilthey fue biógrafo suyo—, Schiller, Nietzsche, Bergson,…): me refiero al concepto de vida.

Estos dos conceptos son producto de una consciencia del modo en que el hombre se encuentra en el mundo, y a partir de ella de una consciencia de los modos de estar en diferentes épocas y en diferentes lugares. La palabra vivencia adopta así un carácter epistemológico, que nos permite procesar los datos recibidos desde cuadros de coordenadas diferentes.

La información recibida no nos ofrece verdades necesarias, sino hechos comprensibles; no son datos científicos sino unidades de significado.

Para Dilthey lo más radical en la conciencia no es la sensación (fisiológica) sino la vivencia (hermenéutica).

Este giro es fundamental para comprender ya no la hermenéutica, sino la filosofía del siglo XX; el nuevo concepto de vida que ello supone limita de modo más que considerable la validez del modelo cientificista: hablamos de ciencias del espíritu, situadas claramente al otro lado de las ciencias al uso. Ya no hay objetos de conocimiento externos al sujeto, sino que las vivencias afectan a uno mismo (lo vivido es vivido por uno); comienza a darse una estrecha relación entre el objeto y el sujeto, una especie de mutua referencialidad que ni agota al sujeto ni a la realidad, todo lo contrario: posibilita un ámbito de conocimiento al que el método científico ni de lejos se puede acercar; un ámbito de conocimiento en el que lo conocido revierte de forma global sobre uno mismo: «toda vivencia está entresacada de la continuidad de la vida y referida al mismo tiempo al todo de ésta».

La vivencia estética asume así un papel especialmente relevante: es «la forma esencial de la vivencia en general». La obra de arte permite una vivencia del sujeto que de nuevo revertirá al ‘todo’ que es su vida; permite alcanzar una plenitud de significado que revertirá en lo que se irá constituyendo como el ‘sentido de la vida’. Es por ello que cada vez se ha ido dando más peso al arte vivencial, el cual se ha ido considerando paulatinamente como el arte auténtico. Ahora bien: ¿cómo saber que ese arte vivencial elude el riesgo subjetivista que nos invitaría a hablar de una estética relativista?

Para apelar a los límites del arte vivencial Gadamer apela a la diferencia entre el símbolo y la alegoría. Recordemos que se había producido un desplazamiento del gusto al genio, de la naturaleza (no debemos caer aquí en una consideración de la naturaleza simplista, sino que en Kant es algo mucho más profundo) a lo artístico… del símbolo ¿a la alegoría?

Gadamer entiende al símbolo y a la alegoría como dos conceptos cercanos aunque distintos: el primero muestra aquello que significa su propio ser (aquello cuyo significado se encuentra en su propio ser) mientras que la alegoría no. El símbolo es aquello que en su puro manifestarse remite más allá de sí mismo; la alegoría, en cambio, precisa de un logos (referencia significativa), de una interpretación para que se dé esa remisión. En el símbolo resuena un trasfondo metafísico que permanece ausente en la alegoría; el símbolo «presupone un nexo metafísico entre lo visible y lo invisible», mientras que en la alegoría «surge esta unidad significativa apuntando más allá de sí mismo hacia algo distinto». La pregunta que surge es inmediata: ¿cuál de los dos conceptos es más aplicable a la obra de arte?

Schelling dirá que lo propio de la obra de arte es su carácter simbólico, de modo que «su significado esté en su manifestación misma, no que éste se introduzca en ella arbitrariamente»: lo que hace la obra de arte es ‘reunir lo que debe estar junto’, y eso es algo que no precisa de ninguna interpretación añadida o externa.  Pero claro, esta remisión no es algo obvio sino que puede dar lugar a error. La propia índole del símbolo en tanto que apunta más allá de su mismo carácter sensorial a otro tipo de realidad, propicia cierto carácter enigmático y cierta incertidumbre en su aprehensión.

Este auge de lo simbólico se dio en detrimento de lo alegórico: «en el momento en que la esencia del arte se apartó de todo vínculo dogmático y pudo definirse por la producción inconsciente del genio, la alegoría tenía que volverse estéticamente dudosa». La valoración de lo simbólico implicó paralelamente una pérdida de la estima por lo alegórico, porque en el símbolo se daba una unión que, aunque ciertamente indeterminada, dejaba cierto juego libre más difícil de establecer en la alegoría —a juicio de Gadamer—; y ello precisamente por su desprendimiento del ámbito conceptual, ámbito específicamente reservado para la alegoría o la conciencia mítica. Y si bien la obra de arte debe ser referencial, esta referencialidad no debe ser estrecha (dogmática) sino enigmática.

Todo esto, como podemos comprobar, supuso un cambio en los paradigmas estéticos. Ya no en referencia a los cambios del gusto o de la valoración estética, sino sobre la propia conciencia estética o por su definición como tal, y con ella sobre la misma obra de arte. Lo que nos lleva a la inevitable cuestión de su valor: ¿aporta la obra artística algún tipo de verdad?

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