24 de mayo de 2016

¿Y si el que juega soy yo?

Hoy me voy a saltar mi costumbre de ir alternando los diversos posts, para continuar con la línea abierta con el inmediatamente anterior. El motivo ha sido una conversación mantenida con un lector-amigo, en la que me planteaba una cuestión. Al decirle que iba a poder responderla por sí mismo cuando leyera el siguiente post, me invitó a publicarlo en breve. Y bueno, eso estoy haciendo. La pregunta tenía que ver con lo siguiente: en el anterior post hablaba del ‘juego de la naturaleza’ en cuyo seno uno se dejaba llevar, y adquiría un tipo de presencia diverso sin ese tomar la iniciativa tan característico de nuestra vida cotidiana. Uno… se dejaba jugar por el juego de las olas. Pero entonces, ¿podía crearse una analogía similar en un juego mantenido entre personas, en el que necesariamente uno ha de realizar acciones autónomas e individuales (tenía que tomar la iniciativa) para poder sencillamente jugar el juego?

Gadamer también analiza esta cuestión, y parte del hecho de que en un juego humano aparecen una serie de categorías específicas que hay que definir. Pensemos en cualquier juego, por ejemplo en un partido de tenis o una partida de ajedrez. En el propio juego hay una exigencia sin la cual el juego se desvirtúa, hay una cierta competitividad, aunque —eso sí—de otra índole a la de la vida cotidiana. Si no se compite no es estrictamente un juego, pero esa exigencia forma parte de una dinámica lúdica que de otro modo no existiría como tal, sería una mera pantomima. También podemos hablar de un riesgo, en la medida en que el jugador no sólo no puede hacer lo que quiera arbitrariamente (no se puede salir de las ‘reglas’ del juego), sino que de las opciones que las reglas le permitan ha de escoger una: ha de decidirse, ha de optar, ha de arriesgarse.

Por cierto: ¿cuántas veces en la vida nos encontramos en esta tesitura? Quien rehúye continuamente las decisiones a las que le interpela la vida no vive; la vida es un continuo optar, y quien así no lo hace no es que no opte, sino que su opción es la de no optar, con el consiguiente riesgo de dejarse llevar por la vida ignorándose a sí mismo. Algo decía Ortega y Gasset de lo importante que es saber adoptar esa actitud lúdica en nuestra tarea vital que es hacer nuestras vidas; actitud lúdica que, por cierto, nada tiene que ver con una actitud frívola.

El frívolo no es el que vive y opta lúdicamente, sino el que no toma sobre sí su responsabilidad de hacer su vida, que es totalmente distinto.

Pero bueno, sigamos con la línea de Gadamer, que me estoy desviando. Pues bien, tanto en el caso de un juego de la naturaleza como de un juego humano Gadamer considera que «jugar es ser jugado». En el caso del juego humano también porque los jugadores dejan de ser plena autoridad, dejan de ser dueños para pasar a compartir su dominio con el propio juego y sus reglas. Los jugadores en este caso gozan de cierta autonomía, pero no arbitraria sino que a la postre se deben a las reglas del juego; y sólo así podrán jugar adecuadamente. De este modo los dos jugadores y aquello que hacen (jugar) adquiere a los ojos de Gadamer un estatuto ontológico que engloba a los jugadores y a aquello que hacen: es el juego. El juego adquiere entonces plenitud ontológica, pues los jugadores no son ya dueños de sí mismos sino que «el juego se hace dueño de los jugadores».

Quizá pudiéramos pensar que Gadamer va demasiado lejos con esta comprensión de lo que es el juego; pero no debemos perder de vista que lo que Gadamer pretende es mostrarnos esa nueva ontología que, partiendo de la actividad lúdica y mediante la actividad artística nos lleve a una mejor comprensión de lo que para él es la hermenéutica. Así, lo que quiere mostrarnos con esta nueva ontología no es únicamente la superación de la dualidad sujeto-objeto propia de la ontología tradicional e incluso moderna, sino que quiere hacernos ver que esa dualidad se disuelve en una especie de circularidad en la que la propia dualidad sujeto-objeto se ve afectada íntimamente por la misma aprehensión que se produce en el seno de esa dualidad disuelta en la experiencia lúdica.

Estamos acostumbrados a pensar estas cosas desde uno de los polos (ya sea desde el objeto ya sea desde el sujeto); y lo que intenta Gadamer es hacernos ver que no es así, y que tampoco es suficiente la actitud fenomenológica en la que se producía esa unión del acto intencional noético-noemático, sino que de lo que se trata es de que estamos inmersos en el proceso, y que el mismo proceso afecta nuestro modo de ejercerlo. Es por esto que insiste en el peso del propio juego frente al de los jugadores. No se trata de que el juego absorba la identidad de los jugadores anulándose ésta sino de que los jugadores, para ser auténticos jugadores, sólo pueden serlo si se deben al juego y adoptan la actitud lúdica precisa. Si no, serán otra cosa, pero no auténticos jugadores.

Acabo con una última idea fundamental. Gadamer insiste en ese espíritu propio y particular que poseen los juegos, fruto de las diversas maneras en que configuran ese vaivén lúdico en que consisten. Diversidad que posibilita que el ‘ser humano que quiere jugar’ pueda escoger un juego u otro. Cuando una persona juega, sus objetivos cotidianos se ven transformados en tareas del juego; y cumplir estas tareas del juego no tiene mayor finalidad que… cumplirlas. No hay que buscar objetivo fuera del propio juego: cuando se hace (un sueldo profesional, por ejemplo) ya no es estrictamente un juego (en este sentido) pues mi actitud lúdica deja de serlo para pasar a ser otra (profesional en este caso). Para que sea un auténtico juego, el único objetivo debe ser jugarlo, y jugarlo seriamente: no vale hacer cualquier cosa, ni tomárselo a guasa (en cuyo caso no seríamos sino unos aguafiestas). El objetivo del juego no hay que buscarlo fuera del juego mismo, sino que hay que buscarlo en su mismo ‘jugarse’. Podríamos decir entonces que lo característico del juego es representarse, ser jugado. Su existencia pende de ser jugado adecuadamente; por ello podemos decir que «su modo de ser es, pues, la autorrepresentación» (idea que nos va a servir muy bien cuando hablemos de la experiencia artística).

Y démonos cuenta de un detalle más, también fundamental. No se trata únicamente de cumplir los objetivos específicos del juego, sino que su objetivo es algo más englobante en el sentido de que, comprendiendo estos objetivos específicos, apunta a algo diferente, a una especie de expansión del yo del propio jugador. Los jugadores jugando, a la vez que provocan una autorrepresentación del juego, se expanden a sí mismos mediante actitudes (lúdicas) diversas a las que suelen tomar en sus vidas cotidianas. Este giro, a mi modo de ver, está en el origen de lo que Schopenhauer denominó metamorfosis trascendental.

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