23 de septiembre de 2015

¿Qué tiene que ver tocar un saxofón con la educación emocional?

Hace ya unos cuantos años era aficionado al saxofón; en concreto al saxo tenor. Estuve bastante tiempo practicando, pero al final por distintas circunstancias me vi obligado a dejarlo. No se puede decir que la humanidad tuviera una gran pérdida por ello, pues la verdad es que no era ningún virtuoso; más bien todo lo contrario. Pero bueno, disfrutaba tocando (o haciendo como que tocaba). Mi ilusión era ser un saxofonista como Ben Webster, un clásico del jazz. Sus baladas eran antológicas: suaves, serenas, melódicas... Algunos me decían que ya me valía, pues tocar baladas era muy fácil (por aquello de que las teclas van más lentas). Pero no era así: mantener un soplido suave durante un tiempo más o menos largo es más difícil de lo que parece: hace falta un vientre muy potente, pues en estos casos se sopla más con el vientre que con los pulmones. Y Ben Webster era un especialista en eso.

¿Por qué digo todo esto? La otra tarde les conté a mis hijos que yo había tocado el saxofón, y me pidieron que les tocara un poco. Se me despertó el gusanillo. Camino de casa, pensaba en el ritual que solía hacer todos los días cuando iba a ensayar. Lo primero era montar el atril (plegable) con el libro de partituras de ejercicios o de melodías de ensayo; acto seguido, había que montar el propio saxofón: poner la caña en la boquilla y probar que suena bien; luego poner la boquilla en el tudel, y éste ya en el cuerpo grande del saxofón. Una vez montado, tenía por costumbre tocar a modo de calentamiento una serie de notas para mover todos los dedos y todas las válvulas. No era una secuencia ordenada a base de escalas musicales, sino una especie de melodía con la que sonaban todas las notas que podía emitir el instrumento. Y ocurrió que no era capaz de recordar esa melodía. Después de haberla tocado tantas veces, intentaba reproducirla en mi cabeza, pero no había manera. Es cierto que hacía ya muchos años que no la tocaba y tampoco tenía mucha importancia, pero bueno, me daba rabia no acordarme (por aquello de la edad).

Cuando llegamos a casa, desempolvé el saxofón, lo monté, me lo colgué y de modo espontáneo, sin pensar, toqué esa melodía inicial que no había sido capaz de recordar un poco antes. ¿Qué había pasado? ¿Por qué no la podía recordar, y ahora me salía casi que mecánicamente? Seguramente porque la melodía, al ser repetida tantas y tantas veces, había quedado grabada en mi cerebro, y aunque ya no podía recordarla conscientemente porque había desaparecido de mi memoria, de alguna manera se encontraba presente ahí. De tanto repetirla, había dejado como una huella en mis estructuras neurológicas. Y en cuanto comencé a tocar, dichas estructuras, por sí solas, hicieron el resto. ¿Por qué digo todo esto?

Este proceso que acabo de describir, se produce en nuestras vidas con infinidad de acontecimientos. Sobre todo en nuestras edades más tempranas, incluso desde recién nacidos, vamos aprendiendo una serie de pautas de comportamiento, no necesariamente de forma consciente, como respuesta a lo que va ocurriendo a nuestro alrededor. Cuando algo acontece, el niño (toda persona) reacciona a eso que ha ocurrido. Si ocurre unas pocas veces, la cosa no va a más. Pero si ocurre de forma muy continuada, el niño responde de aquella manera que le es más provechosa, generalmente del mismo modo todas las veces (ya que le ha sido fructífera). Son, digamos, conductas adaptativas, con las que los niños responden a aquello que sucede a su alrededor. Si a una situación respondo de un modo determinado y me va bien, ¿para qué la voy a cambiar? Al final, tras tanta repetición, ese modo de responder pasará a formar parte de la personalidad del niño, dejando 'huella' en sus estructuras fisiológicas.

Ello ocurre frecuentemente en el seno familiar, generalmente de modo ignorado o inconsciente. Los padres somos como somos, y nos comportamos como somos. Es en la rutina de cada día, en nuestro hogar, donde realmente nos comportamos como somos. Y somos iguales cada día (en general), y nos comportamos igual, y expresamos emociones similares, y reaccionamos de manera parecida, y hacemos las mismas cosas,… Y ante esas conductas repetitivas, los niños aprenden a adaptarse de modo adecuado para ser aceptados por sus progenitores en el contexto familiar; aprenden conductas, pautas de comportamiento que algunos denominan MOIs (mecanismos de operación interna).

Lo que aquí he descrito muy someramente es algo que se da en todos los niveles: en el conductual como decimos, pero también en el cognitivo y sobre todo en el emocional. Del mismo modo que aprendemos unas conductas determinadas, aprendemos a un modo de inteligir y a un modo de sentir. Es nuestro entorno el que 'nos dice' cómo nos hemos de comportar, comprender y sentir. Y el entorno de nuestros hijos es el que creamos los padres. ¿Cómo es nuestro entorno? La siguiente serie de posts he pensado dedicarla a todos estos procesos no conscientes de educación, que todos hemos padecido, padecemos e infringimos a quienes vivan con nosotros (no necesariamente hijos: también cónyuges, familiares,… y en sentido amplio con todos con los que nos relacionamos). Es fácil que incida más en lo emocional, pero su relación con lo conductual y lo cognitivo es tan íntima que necesariamente aparecerán también.

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