2 de junio de 2015

Pero… ¿qué percibimos cuando percibimos?

Normalmente se tiende a catalogar al idealismo como una actitud un tanto extraña, como ‘cosa de filósofos’. Pero no lo desechemos demasiado rápido. Tal y como se está poniendo de manifiesto actualmente, cada día es más patente lo que el ser humano ‘pone’ en su lectura de la realidad. En la actitud realista clásica (que viene a coincidir con la actitud cotidiana de cualquiera de nosotros) este hecho se ha pasado por alto: lo usual es pensar que el hombre percibe la realidad tal y como es, y ya está. Pero esto no es así; o no es del todo así. Y ya no se trata de que a veces nuestros sentidos nos engañen (como decía Descartes), sino de que el ser humano cuando percibe a través de ellos no deja de ‘elaborar’ la información que le llega según sus estructuras fisiológicas.

Vamos a analizar lo que ocurre cuando identificamos algún objeto de los que usualmente utilizamos. Por ejemplo, el de esta imagen:


Sí, es una mesa; no hay duda. No hay ni trampa ni cartón. Si alguien nos preguntara qué es, inmediatamente contestaríamos: pues una mesa (y pensaríamos: pues vaya tontería, ¿no?). Pero vamos a detenernos un poco en este proceso y veamos qué es lo que ha ido ocurriendo en él. Es probable que no hayamos tardado más de un segundo en contestar; o quizá menos… unas décimas. ¿Qué ha ocurrido durante estas décimas?

Lo primero que hemos hecho ha sido percibir fisiológicamente al objeto. Lo que hemos hecho ha sido mirar (o escuchar, o tocar,…) eso que tenemos delante, y luego hemos buscado entre todo lo que archivamos en nuestra biblioteca mental, hasta que hemos encontrado una idea que cuadraba con lo que estamos viendo. Hemos repasado nuestra memoria, y nos hemos dado cuenta que el objeto que estamos percibiendo viene a coincidir con nuestra imagen de mesa, con lo que entendemos que es una mesa. Aquí surgiría la cuestión de qué habría pasado si no hubiéramos tenido en nuestro archivo cerebral eso que llamamos mesa, esto es, si no hubiéramos tenido en nuestra mente el concepto de mesa. Pero como lo teníamos, ya está, prueba superada: es una mesa.

Pero no vayamos tan rápido. Porque esta sencilla operación que acabamos de exponer, implica considerar al menos dos cuestiones previas: a) cómo he percibido yo dicho objeto; y b) cómo tenía ya en mi interior el concepto de mesa (entre toda la cantidad de conceptos distintos que pueda poseer). Vamos con la primera (la segunda la trataré en otro post).

Cuando nosotros hemos percibido la mesa, lo que ha ocurrido es que nuestros sentidos fisiológicos se han activado (nuestros ojos en este caso). Durante la percepción, en nuestros órganos receptores una señal externa se ha convertido en una señal nerviosa, que a través del sistema nervioso periférico ha alcanzado el sistema central, para acabar en el cerebro. Allí se ha recogido toda la información que ha llegado por los distintos canales receptores. ¿Qué ha ocurrido en el cerebro con toda esa información?, ¿cómo ha elaborado el cerebro todas esas señales nerviosas para convertirlas en nuestra imagen mental de una mesa? Hoy por hoy y hasta donde yo sé, sigue siendo una incógnita. Cada vez se sabe más del funcionamiento del cerebro, de las zonas que se activan según qué funciones desempeña,… pero cómo tenemos la conciencia de la imagen del objeto a partir de las señales eléctricas y su elaboración por parte del cerebro, no acaba de estar claro.

Esta cuestión nos abre a otra no menos interesante, a saber: ¿perciben las cosas el resto de seres vivos igual que nosotros? Mi gato, que está aquí conmigo, ¿ve lo mismo que veo yo cuando estoy mirando una mesa? Pues bien, la respuesta es que no, no ven lo mismo todos los animales. O mejor dicho, si están viendo lo mismo (la cosa ‘mesa’) pero no lo perciben igual. ¿De qué depende? Pues de las estructuras fisiológicas que posea cada animal. Un ejemplo claro es el de un murciélago. Como sabemos, con la misma facilidad con que nosotros nos hacemos un mapa visual de cualquier escenario, ellos se hacen un mapa acústico, y por lo visto tan efectivo como el nuestro. ¿Podemos afirmar que los murciélagos se representan las cosas igual que nosotros? No, ¿verdad?

Lo que un ser vivo percibe, depende de algún modo de aquello que está percibiendo, claro; pero también de lo que sus estructuras perceptivas le permitan percibir. No percibe igual un pequeño roedor que un primate, por ejemplo, o que un ser humano. En el caso de cualquier ser vivo —en el nuestro también— las estructuras perceptivas limitan aquello que puede percibir de la realidad. Las cosas son las mismas, pero no las percibimos igual. Entonces, ¿con qué nos quedamos: con las cosas o con nuestra representación? ¿Cómo son las cosas, como las percibimos nosotros o como las percibe otro ser vivo? Pensamos que como nuestro cerebro es el más evolucionado, nosotros tendremos el mayor grado de fiabilidad en este sentido pero… ¿podemos afirmar entonces que percibimos la realidad tal cual es? Pregunta de difícil respuesta.

Nosotros, por ejemplo, no podemos escuchar sonidos ni por debajo ni por encima de nuestros umbrales de audición, ni ver ciertas longitudes de onda, etc. ¿Quién puede asegurar que cuando escucha una pieza musical, escucha todo el sonido que emiten los instrumentos? Ya no hablo de que tenga mayor o menor capacidad auditiva, sino del hecho de que sólo podemos escuchar los sonidos dentro de unos intervalos de frecuencia específicos; probablemente, si registramos la pieza musical con un registrador electrónico, nos dará un espectro mucho más rico que el nuestro. Parece, efectivamente, que las cosas son algo 'más' que lo que percibimos de ellas.

Pues bien, en esta tesitura hay que situar a la fenomenología. Como veis, hay mucho componente psicológico (o psico-fisiológico). Esto ocurrió efectivamente así. Durante el siglo XIX todo esto trajo de cabeza a numerosos intelectuales y científicos. En un principio parecía que se daba la razón al idealismo, pues se había encontrado un correlato científico (se comenzaba entonces a conocer científicamente el funcionamiento del cerebro): lo único que valía era lo que decía el cerebro; lo demás, las cosas, no tenían importancia. No es que se negara su existencia, sino que se negaba su relevancia en cuanto al conocimiento: lo que primaba era el cerebro y las leyes que regían su funcionamiento.

Pero al poco se vio que no es lo mismo que algo sea un mero contenido de conciencia que el hecho de que forme parte de un pensamiento. Mientras lo primero nos encierra en el yo, lo segundo nos abre a algo más allá del yo, precisamente a aquello a lo que se refiere el pensamiento, a lo pensado: es el correlato intencional. El gran paso de Husserl (apoyado en otros autores, entre los que destaca Brentano) fue argumentar filosóficamente la ruptura de la coraza solipsista moderna. Pero… ¿lo consiguió realmente?

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